La Fundación Ayitimoun yo tiene como objetivo que niños y niñas de la zona fronteriza entre Haití y República Dominicana “tengan un hogar”, JAVIER ARCENILLAS
Los responsables de la Fundación ‘Ayitimoun yo’ proporcionan hogar y manutención a menores que se han quedado sin nada en la frontera de Haití y República Dominicana.
Alertan desde la garita: allá sólo hay ladrones, delincuentes, “mucho tigre”. Pasar de República Dominicana a Haití por cualquiera de sus puntos fronterizos suele venir acompañado de consejos de mucha gente que jamás ha pisado su país vecino. Creen que no les hace falta para saber de su pobreza y, a qué negarlo, las cifras les avalan. La desigualdad entre naciones, a pesar de compartir el mismo espacio insular, es tan grande que no extrañan las advertencias. En pocos metros, el paisaje muta. De camiones cargados de productos, puestos de fruta en la calle y cierto ambiente lúdico se torna al silencio, al intento de rateo en cada esquina, a las caras tristes en un centro de salud con aires de abandono.
Ocurre en Anse-a-Pitrés, una de las tres puertas de entrada a Haití a lo largo de los 376 kilómetros que comparten sus bordes con República Dominicana. Linda con el mar Caribe al sur de La Española, acoge a una población superior a 30.000 habitantes y supone un cruce con difícil acceso hasta Puerto Príncipe, la capital. Su avenida principal —trocha salpicada por algún modesto edificio institucional— apenas presenta movimiento. El calor atiza y solo hay algo de vida en el puerto, mordisqueado en octubre por el huracán Matthew y la semana pasada por María, que causó al menos 50 muertes en el Caribe. Por suerte, el reciente paso de Irma solo ha traído precipitaciones y el susto de algún derrumbe. El río Pedernales, de nombre similar a la ciudad dominicana que tiene en su vereda derecha, sirve de lavadero de ropa y tractores. A lo largo de su cauce se asientan miles de personas sin residencia ni sitio donde volver. Algunos de ellos, menores en la estacada, han encontrado un espacio que les garantiza asistencia en su educación, cama y comida.
Anse-a-Pitrés es una de las tres puertas de entrada a Haití a lo largo de los 376 kilómetros que comparten sus bordes con República Dominicana
Pertenece a la Fundación Ayitimoun yo, creada por la española Lucía Lantero y el italiano Agostino Terzi tras el terremoto de 2010, que fracturó el país dejando 316.000 muertos, 350.000 heridos y más de 1,5 millones de personas sin domicilio. Su objetivo, hacer que niños y niñas de la zona “tengan un hogar”. Aquí “no se recogen” ni se quedan “a la espera de una adopción”. Los cerca de 50 integrantes estudian, comparten literas, ayudan en las tareas y se tratan en la enfermería, en caso de enfermedad. Así vencen la vulnerabilidad del desamparo, la falta de formación o la inexistencia de futuro. Algo que tienen muy cerca: a pocos metros se encuentran los conocidos Parc Cadeau I y II, asentamientos de haitianos o dominicanos descendientes de haitianos expulsados que deambulan sin nacionalidad. Apátridas que ejercen de refugiados en su propio lugar de nacimiento. “Habrá unas 2.000 familias. Los últimos recuentos, de diciembre de 2016, son 3.178 personas entre cinco campamentos, incluidos estos dos, los más mayoritarios”, cuenta Rodrigo Sonsonate Rivera, salvadoreño de 45 años y miembro de la Minustah, cuerpo especial de mantenimiento de la paz de la ONU.
“Vienen de sufrir violaciones, esclavitud, abandono…”, expone Juan Bilbao, voluntario que llegó en 2012 “para probar” y se ha quedado largas temporadas. Bajo su brazo, uno de los internos: acaba de cumplir 16 años y hace cinco apareció en la puerta magullado y con un desgarre anal. “Lo soltó el padre como si fuera un acto de libertad”, recuerda este oriundo de la ciudad que luce como apellido. Desde entonces no le han faltado ni ropa ni, al menos, tres comidas al día. “Intentamos que se sientan a gusto. Que no sea algo temporal, sino una residencia de la que presuman”, explica, a sus 56 años, mientras choca las manos de varios congregados en torno a un juego de mesa. Otros dibujan en una pizarra, dan patadas a un zapato en una pachanga improvisada o terminan los deberes.
El recorrido pasa por un patio, una azotea donde se está instalando un nuevo sistema de cañerías, la habitación para las medicinas y un huerto donde crecen zanahorias, pepinos, calabazas o tomates. Revolotea entre surcos otro chico de sonrisa apagada a sus 17 años. “Estuvo fatal. No podía moverse. Pensábamos que era un cáncer, pero era una tuberculosis extrapulmonar”, cuenta Bilbao con pena: “Damos vueltas por la zona para ayudar a más gente. Intentamos que sean un modelo. A veces logras mejoras en alguien y te sientes bien, pero lo normal es sentir un dolor que no te deja ni comer ni dormir”. “Eso sí, si ves que van con orgullo al colegio por estar aquí es una alegría”, sonríe.
Lucía Lantero, fundadora, contextualiza las tareas basándose en las circunstancias en las que se llevan a cabo. “El grado de necesidad es muy diferente al que podemos imaginar. La situación en Haití es tremendamente difícil, no es comparable a la de ningún otro estado de la zona”, anota esta cántabra de 33 años, “y la naturaleza de los males que vive la gente aquí es perpetua, generacional, crónica”. Con un Producto Interior Bruto de menos de 8.000 millones de euros, según recoge el Banco Mundial, este país del Caribe es el más pobre de todo el continente. El 80% vive bajo el umbral de pobreza, a la altura de Chad, tal y como glosa la web Indexmundi. Los cortes de luz y la insuficiencia de agua son comunes. De ahí que la residencia de los trabajadores de la agrupación esté en República Dominicana, de donde acuden cada mañana y a donde regresan cada noche sin enseñar el pasaporte.
La inanición no es debido a una decisión política, a un mal gobierno, a una mala gestión que dura un periodo de tiempo definido. Es constante y se acentúa periódicamente por el paso de huracanes
“La inanición no es debido a una decisión política, a un mal gobierno, a una mala gestión que dura un periodo de tiempo definido. Es constante y se acentúa periódicamente por el paso de huracanes que destrozan lo poco que tienen y dejan un lastre salvaje de enfermedades y epidemias, como el cólera”, plantea Lantero, que —con formación previa en Ciencias Gastronómicas— vino justo después del trágico temblor. Se asentó con su marido, el italiano Agostino Terzi, de 31 años, y ahora comparte proyecto con Rocío Fernández, una pedagoga venida de España, Edoardo Monti, amigo italiano, y Tipapa, “director haitiano” que gestiona a los 27 locales de plantilla. “Es muy duro anímicamente”, repite. “Al principio, la gente intentaba cruzar con desesperación a República Dominicana, con tal de sobrevivir y ayudar a sus familias”.
Y sigue: “Haití aún está de rodillas. Los niños continúan siendo regalados al no poder darles de comer. En la gran mayoría del país no hay acceso a carreteras, electricidad, agua potable, ni tan siquiera letrinas y mucho menos hospitales. Muchísimas familias son incapaces de permitirse mandar a ninguno de sus hijos a la escuela. La alfabetización es bajísima. Se come ‘cuando se puede’, ‘cuando hay’, y el hambre es un compañero inseparable”, enumera sin querer entrar en las gestiones gubernamentales “para no buscarse problemas”.
Tras más de medio lustro en terreno, las conclusiones se bifurcan entre la satisfacción de ejercer de familia a un buen grupo de olvidados y la decepción de que sigan teniendo trabajo. “Lo que ha sucedido en Haití demuestra que no es fácil ayudar realmente, ni ser eficiente y tener un impacto”, reflexiona la creadora de Ayitimoun yu, “muchos de los proyectos no han sabido gestionar la situación ni los fondos”. Y la estructuración de la ‘ayuda’, su funcionamiento y su mecanismo, es algo que debemos replantearnos y mejorar para que sea mucho más efectiva, aunque esto no quiera decir que haya muchas organizaciones enraizadas en Haití que lleve años haciendo un trabajo impresionante. Incluso con muy pocos fondos, pero con conocimiento local: esa es la gran diferencia”.
fuente:https://elpais.com